sábado, 12 de febrero de 2011

SOLA

La luz brillante del sol atravesaba la ventana abierta. Ella parpadeó un par de veces al sentir ese fulminante calor sobre su rostro. Se levantó de la cama aun medio dormida, arrastrando los pies por el suelo de madera, y con un esfuerzo que le pareció inhumano corrió las cortinas sumiendo de nuevo esa pequeña habitación en la oscuridad más absoluta.
Volvió a la cama, a pesar de que el reloj que descansaba sobre la mesilla de noche marcaba las dos de la tarde. No tenía ganas de volver al mundo real.
Extendió los brazos y sintió el frío de las sabanas, a su lado no había nada más que una cama vacía.
Cubrió su cuerpo semidesnudo por las blancas sabanas que habían sido testigos esa noche de su idilio. Respiró hondo, intentando no llorar, no merecía la pena, o eso pensaba ella.
Le había conocido esa misma noche, ese muchacho de ojos azules se acercó a ella y entablaron una amena conversación, después llegaron las copas, y la escandalosa música en ese pub de Madrid. Y después, cuando el alcohol había llegado a su cabeza, cuando el suelo parecía estar hecho de un material no demasiado solido, lo invitó a su casa. El aceptó, con una maravillosa y preciosa sonrisa, y, agarrados de la mano, hicieron el amor.
A las cinco de la madrugada ella sintió como él se marchaba, se hizo la dormida. Intentó que no le doliera, pero era consciente de que últimamente siempre era así, y siempre se escapaban silenciosos en mitad de la noche. Y eso le dolía. Quería un amor, como el de sus padres, quería desayunar con alguien y no hacerlo siempre sola, salir a pasear por el parque y caminar agarrados de la mano.
Pero eso no pasaba, y ella tenía miedo. Miedo a que fuera así siempre, y a estar sola, muy sola. Demasiado.
Y con ese último y doloroso pensamiento, cerró sus ojos y se durmió de nuevo, cruzando los dedos mentalmente para despertar en tora vida,  en otro lugar, y no hacerlo sola, como siempre.